El psicólogo estadounidense Solomon Asch realizó en 1951 un experimento sobre la conducta humana que aún hoy sigue provocando fascinación.
Nuestra sociedad tiende a demonizar el éxito de los demás. Este acto con base en la envidia por los triunfos ajenos tiene unas consecuencias muy claras en la sociedad: somos menos libres de lo que pensamos porque estamos muy condicionados por el entorno. El miedo a ser el elemento discordante de un grupo sienta las bases de una patología muy bien estudiada, conocida como Síndrome de Solomon.
Este trastorno se caracteriza porque el individuo toma decisiones o lleva a cabo conductas evitando destacar o sobresalir por encima de los demás, es decir, sobre el entorno social que le rodea. Este comportamiento tan determinado lleva a estas personas a ponerse obstáculos a sí mismas con objeto de continuar en la senda de la mayoría.
Las personas afectadas por el síndrome de Solomon tienen baja autoestima y también falta de confianza en sí mismas, lo que les lleva a evaluarse según las valoraciones de su propio entorno y no según sus propias apreciaciones. El miedo a que nuestras virtudes brillen por encima de las de los demás y estos se vean ofendidos por ello es uno de los pilares de este trastorno psicológico.
A pie de calle, está mal visto que nos vaya todo bien y esta actitud, generalizada en el ser humano, lleva a los individuos a fijarse más en las carencias que en las virtudes. Desear algo que no tenemos y sí tiene otro, provoca que el complejo de inferioridad esté solo a un paso al darle un lugar destacado a nuestras frustraciones -en vez de a nuestras fortalezas- y que nos cueste más alegrarnos de las cosas buenas que les suceden a los demás.
El síndrome de Solomon es un trastorno que se caracteriza porque el sujeto manifiesta reacciones como la toma de decisiones o conductas evitando destacar o sobresalir sobre los otros, es decir, sobre el entorno social que le rodea. Es frecuente que estas personas se pongan obstaculós a si mismas para seguir su camino deseado, intentando no salir del camino común por el que va la mayoría de la población.
Es importante reseñar que existe una parte importante de la sociedad con miedo a llamar la atención en exceso, ya sea por temor a que los demás se pudieran sentir ofendidos por sus logros, virtudes y éxitos. El síndrome de Solomon, por tanto, nos viene a mostrar la baja autoestima y falta de confianza en uno mismo, que, demasiadas veces, tenemos por mirar, en demasía, que hace o no hace el vecino. Las personas afectadas creen que su valor como tales, y a todos los niveles o en cualquier contexto, dependen de lo poco o bien de lo mucho que las personas del entorno le valoren.
El síndrome de Solomon es otra muestra de la realidad de la sociedad actual, la misma que tiende a condenar a aquellos sujetos que consiguen el éxito y tienen talento. Obviamente, muchas personas no lo dicen, pero esas mismas personas ven con malos ojos que las cosas vayan bien a quienes les rodean, y es que detrás de todo ello se encuentra la envidia, un virus maligno que no permite ser feliz a la persona que lo sufre.
Por ello, uno de los miedos del ser humano es destacar, sobresalir y diferenciarse del resto. Ya que los juicios de valor ( a veces, sin ningún tipo de referencia ni conocimiento) y críticas que reciben de los demás movidos por la envidia se convierte en un virus que paraliza su progreso.
Influencia del grupo
Para demostrar la influencia que un grupo puede llegar a ejercer sobre un determinado individuo,en 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron (sin saberlo) en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostró tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pidió que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Lo organizó de tal manera que el alumno que hacía de “Cobaya” del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra respuesta, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
El resultado fue que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas la veces que les preguntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos “cobayas” respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
Según Solomon, ello reflejaba: “Por una parte, revela nuestra falta de autoestima, y por otra, que formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos”.
Actualmente, este estudio sigue fascinando a los investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable.
Sin embargo, de forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestros logros molesten a los demás. Esta es la razón por la que, en general, sentimos un pánico atroz a hablar en público ya que, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y,así, quedamos expuestos a lo que la gente pueda pensar de nosotros, y, por tanto, vulnerables.
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jueves, 9 de mayo de 2019
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